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Acto I
Un futuro escrito
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Vraël, el Señor del Templo de Asuryan, el Guardián de la Llama Eterna, posó suavemente las manos sobre las cálidas paredes de piedra oscura, sintiendo en las palmas el fuego ardiente de la Palabra; las letras grabadas con el Fuego Sagrado del Fénix se le clavaban en la piel como afiladas estacas, pero aún así, no apartó las manos. Una solitaria lágrima se escurrió por sus mejillas pálidas y demacradas por el paso del Tiempo y la pena que le consumía interiormente, evaporándose rápidamente debido al vapor que emanaba la pared de la sala, sin dejar rastro, como si nunca hubiese existido.
Sus ojos violáceos se posaron sobre las palabras que tenía escritas enfrente, sobre el techo grabado y las piedras que pisaba. Runas, palabras incandescentes escritas con el Fuego Indeleble; la Tinta del Fénix se escurría por las piedras como regueros de sangre incendiada.
Las altas paredes de la Cámara de los Días le producían una aborrecible sensación de soledad y desasosiego, y sintió como se le cerraba la boca del estómago. Estaba solo, pero sentía como si un millar de ojos se clavasen en su espalda y le penetrasen hasta las entrañas. Apoyó el rostro contra la pared, dejándose caer en el suelo mientras las lágrimas se escurrían por su rostro. Se sintió cien años más viejo y mil veces maldito y desdichado. Su propia raza estaba maldita.
Aenarion estaba en peligro; todos los Elfos lo estaban. Las Llamas de Asuryan crepitaron en la penumbra, sobre el altar sagrado del Templo, iluminándolo todo con su característico resplandor anaranjado y tenue, suave, que en aquel momento le pareció aterrador, como los mismos fuegos de la Disformidad. Vraël no pudo más que encomendarse al dios, rezando por la salvación de Ulthuan y deseando en lo más profundo de su ser no haber hecho nunca aquel voto de silencio que le convertía en un Guardia del Fénix, ese voto que le hacía mantener la más impasible impunidad ante el destino del Mundo escrito en las paredes ardientes con la sangre del Fénix.
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Hacía mucho tiempo que ella había muerto, pero Aenarion la recordaba dolorosamente a diario, más de lo necesario, en opinión de Morathi. Sus cabellos de oro, su piel inmaculada y luminosa y sus ojos del color de las amapolas primaverales. La Reina Eterna. La que fue asesinada por los malditos revolucionarios adoradores del Cuervo y de la Disformidad. En su interior sabía que la venganza que se había cobrado no era suficiente para sanar la sed de venganza que desde entonces le invadía cada vez que tenía noticia de una nueva guerrilla en las costas de Ulthuan.
Se sacudió los recuerdos de la memoria como si fuesen pájaros molestos y se volvió hacia su nueva concubina, tumbada sobre el lecho, blanca y a la vez oscuramente perversa y hermosa. El cabello le caía sobre el rostro como una cascada de rizos azabaches. A través de los párpados cerrados, pudo imaginar sus ojos violetas y ardientes, vivaces y a la vez siniestros y oscuros, como dos pozos abiertos sobre su bello rostro de facciones perfectas. Le acarició los pómulos y salió presto del dormitorio, dejándola allí, sumida en sus inmortales sueños.
Una vez en el largo corredor que daba al patio interior de la vivienda, se apoyó en la fría pared de mármol, sujetando con fuerza el pomo de la espada y sintiéndose desvanecer. De repente se sintió agotado, como si llevase años luchando contra las depravadas fuerzas del Caos y los numerosos e insanos adoradores del Príncipe Negro que pululaban por las catacumbas de la ciudad, corrompiendo la belleza élfica con sus orgiásticos rituales a Slaanesh.
Como Rey Fénix y Conservador de la Llama Sagrada, le correspondía a él darles caza e imponer su castigo.
Unos gritos lo despertaron bruscamente del trance en el que estaba sumido, haciendo que todos los músculos de su cuerpo se tensasen dolorosamente.
-¡Vamos, plebeyo, atrévete a retarme!-la voz siniestra y amenazante de su joven hijo, fruto de su relación con la bella Morathi, se alzó con orgullo.
Aenarion se apresuró a asomarse al patio, manteniéndose oculto entre las sombras que proyectaba una de las múltiples columnas. Un joven muchacho llamado Imrik sostenía frente a su hijo una buena espada, seguramente robada de alguna forja, en posición amenazante, con los ojos entrecerrados y convertidos en una fina ranura que destilaba odio. Su hijo, en cambio, se mantenía sereno pero alerta, con la cabeza bien alta y lanzándole una mirada de desprecio a su oponente. Sus cabellos oscuros ondeaban debido a la suave brisa que soplaba en el patio, y sus ojos pálidos, casi traslúcidos, brillaban divertidos.
Imrik se abalanzó sobre el muchacho, pero éste detuvo su estocada con una delicada finta.
Aenarion, orgulloso de su hijo y dejándose llevar por la febril locura del combate, permaneció en las sombras, disfrutando con cada instante de la pequeña batalla, mientras su hijo se exhibía frente al joven Imrik en una victoria clara. Cuando por fin logró desarmarlo, y ya se proponía matarlo, Aenarion reaccionó.
-¡Ya es suficiente, Malekith!-y su potente voz no dejaba lugar a réplicas.
Malekith apartó la delgada y afilada hoja del cuello del sudoroso muchacho y enfundó de nuevo el arma. Luego, sin apenas dirigirle una mirada a su padre, desapareció entre las sombras del corredor, en dirección desconocida. Aenarion le siguió con la mirada, y, cuando se volvió para dedicarle su atención al joven
Imrik, descubrió, muy a su pesar, que éste también había desaparecido.
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… Y por fin sus ojos se posaron sobre una breve frase escrita casi al ras del suelo, en pequeñas runas de fuego debido a la falta de espacio. Sus dedos recorrieron con delicadeza, casi con amor, las palabras escritas.
… Cuando las llamas se alcen de nuevo al segundo Rey después del Sagrado Aenarion, y la sombra haya perecido y sea desterrada a los abismos, la esperanza resurgirá bajo la figura de Caledor.
Vraël sonrió. Quizá, después de todo, la causa no estaba perdida.